El siguiente es un texto que pertenece al señor Rolando Hanglin, publicado en su columna del diario La Nazión. Con mucho agrado recibimos su bendición para colaborar conjuntamente con nuestro humilde blog. Así que, amigos lectores, enhorabuena! (?), cada semana disfrutaremos de las delicias de un RH auténtico y al desnudo, como debe ser.
Me tocó viajar a Carmelo, partiendo desde el puerto de Tigre, en una embarcación legendaria conocida en toda la Costa Norte como La Cacciola. Antiguamente era un lanchón. Ahora, un moderno catamarán que zarpa desde un puerto privado, con aire acondicionado, freeshop y un pintoresco recorrido entre las islas, que corta el gran río por el camino más estrecho. Viajé un sábado a primera hora de la tarde, de ida, y volví el domingo al mediodía. Siempre con un brillante sol primaveral, apreciando los siguientes detalles:
1. El nuevo Tigre. Muy lejos de su costado melancólico, hoy Tigre resplandece gracias a las buenas gestiones de los intendentes Ubieto y Massa, pero también empujado por el gigantesco emprendimiento Nordelta, que fundó Eduardo Constantini. Hay nuevos edificios, profusión de banderas de todas las naciones, palmeras, lanchas, cruceros, rotondas, avenidas, mercados. Los grandes clubes tradicionales (el Rowing, Canottieri, Regatas, Hacoaj) han quedado un poco chicos al lado de las nuevas torres y embarcaderos. Hoy, Tigre es un polo de inversión poderoso y con evidentes señales de seguridad: la Policía y la Gendarmería están en todas partes.
2. La vieja Argentina asoma la nariz apenas nos embarcamos. Desde las ventanas del catamarán se ven, fondeadas a orillas del gran canal, enormes barcazas abandonadas, que se han convertido en chatarra flotante. Barcos semihundidos, viejas chatas areneras, lúgubres esqueletos de hierro. Algunas embarcaciones ya son villas miseria fluviales: la ropa tendida cuelga de un piolín, entre tachos, cajones y desperdicios. Algunos marginales circulan perezosamente entre fierros oxidados, esquivando ratas. Allí han instalado su ranchito a bordo. Estos inmensos lanchones abandonados están arrimados a la costa, uno tras otro. Flotan, a su alrededor, miles de peces muertos. Seguramente, envenenados por el óxido y la contaminación.
Sin embargo, más allá se alzan las obras imponentes de un nuevo country. Con sus albardones, su fondeadero, sus lagunas y canales interiores. Allí se invierten millones de dólares. Allí proyectan su casa de fin de semana unos mil argentinos que se han hecho ricos, con sus hijos, sus perros, sus barcos, sus lanchas. Esos clubes impetuosos denotan la potencia económica que es nuestra marca registrada. También la estridencia y la vanagloria. En el Tigre mismo hay otro millón de compatriotas que se amontonan como sólo nosotros podemos hacerlo: gritando, fumando, comiendo, comprando, generando basura, empujando y sacando fotos. Entre otras maravillas, el legendario Puerto de Frutos y el magnífico Parque de la Costa. El conjunto tiene un aire a Miami o Disney.
3. Carmelo, Uruguay. Llegamos al atardecer. Bordeamos blancas playas de arena donde no hay basura, sólo árboles, cuyas ramas rozan el agua. Ni una sola barcaza abandonada. Todo limpio. Los largos espigones de piedra prolijos y despejados. El puerto está en orden. Los veleros, anclados cuidadosamente en sus amarras, forman una hilera interminable de bellos perfiles en ángulo recto. Entre los árboles de la costa, las carpas de un gran camping municipal. Limpio, ordenado, sereno. Alguien ha encendido un fogón para el asado. Atracamos. Es un lugar sencillo y bonito donde impera el orden. Tomamos un taxi para llegar al pintoresco hotel, sobre la costanera, recién construido. Por la ventanilla vemos bicicletas que han sido "estacionadas" en el cordón de la vereda, con la técnica que usábamos en nuestra infancia despreocupada: el pedal trabado sobre el bordillo. Nos frotamos los ojos: ¡Nadie las roba!
Tampoco hay inconveniente alguno con las mil motonetas y ciclomotores que los uruguayos dejan tranquilamente bajo un árbol. Incluso durante la noche, cuando nadie vigila. ¿Es un país sin ladrones, el Uruguay? Tal vez. Nosotros, sin suscribir los conceptos de don Jorge Batlle, ex presidente uruguayo, quien sostuvo que "los argentinos son todos una manga de ladrones, del primero al último"? debemos aceptar que en nuestro país el latrocinio es toda una institución. Muchos argentinos roban. En grande o en chico. Con armas en la mano y drogas en el cuerpo, o manoteando medias en una tienda. Es una cosa frecuente, está admitido y lo consideramos casi un detalle más de la viveza criolla. ¡Nada que ver con el Uruguay! Tras pasar 24 horas en este pequeño gran país, nos retiramos absortos y avergonzados, como si hubiéramos visitado Suiza. A dos horas de nuestra casa.
4. Otro curioso contraste radica en la sexualidad uruguaya. Los hombres son descuidados de su aspecto externo, sencillos y silenciosos. No dicen piropos. Apenas miran a la mujer. No se pavonean. No se muestran excitados ni ansiosos. En cuanto a la mujer uruguaya, siendo prima hermana de la argentina, es por completo distinta: mucho más persona y menos objeto erótico. No se desespera por gustar. No chilla, no llama la atención, no coquetea, no se viste con marcas conocidas ni se produce para la tapa de Vogue. No viste a la última moda. En jean y zapatillas, se siente perfectamente. En sus costumbres sexuales, los uruguayos son más libres que nosotros, pero no lo proclaman. Callan.
5. Cruzar el charco alcanza para cerciorarse de que el Mercosur no existe. En Europa, las fronteras entre Francia y España o Alemania se pasan sin detener el auto. Los guardias saludan distraídos, con un ademán, porque saben perfectamente que todos esos viajeros, con auto de turista, ropa de turista y cara de turista, son turistas. Tienen una orden clara: "No molestar a los turistas, que nos dan de comer". En cambio, los guardias de frontera (sobre todo argentinos) parecen haber recibido la orden de "molestar implacablemente a los turistas". El viajero debe llenar formularios y certificados para Migraciones, Aduana, Sanidad. Lo obligan a formar fila. Lo someten a un scanner. Lo mandonean en largas ceremonias de papel sellado, escudriñando los documentos y tecleando computadoras, como en una película de James Bond. ¡Son sólo argentinos y uruguayos pasando un fin de semana! ¡Sólo llevan un termo, un mate y un bolso con ropa! Pero los guardias, insobornables (¿?), están allí para la seguridad de todos. Naturalmente, los verdaderos malhechores escapan con facilidad. Están en otra parte. Los terroristas, contrabandistas y pistoleros no toman el catamarán: ellos escapan, felices, por rutas más ágiles, tras volar la AMIA o la Embajada de Israel, como escapó aquel coronel sirio que no hablaba castellano pero era jefe de nuestra Aduana.
En fin. Hemos regresado con envidia de aquella nación limpia y digna, que ellos con su proverbial modestia llaman "el paisito". Eso es todo.
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